Ella y mi taza para café.
La historia de una taza para café viene a mi mente cuando pienso en, precisamente, la taza con café. Es muy particular, digamos, no sólo por su espacio para verter un líquido cualquiera –leche, agua, jugo- sino también por sus colores en gris y blanco: el primer color como un fondo preciso; el segundo para esas letras que explican por qué es, a fuerza, una taza para beber café y no otro líquido. Bueno, semejante utensilio, que uso yo por la mañana, llegó a mis manos una tarde de marzo cuando, por razones ajenas a mí, encontré a una amiga en un café –aclaro que no esperaba encontrarla ahí porque ella no asiste a esos lugares dado que tiene miedo salir a la calle. Ahí estaba ella, entonces, sentada, leyendo algún librito de tapas gruesas –quizá una novela de García Márquez- cuando entré yo al local, busqué una mesa sola y me senté. No tardó el mesero en llegar, ofrecerme un vaso de agua y preguntarme si deseaba la carta o si pedía lo de diario, es decir, un café americano muy cargado. Mientras esperaba mi bebida, observé a las personas de mi derredor: una pareja de hombres sentados en una mesa pequeña, al rincón, mirándose como enamorados; una chica rubia y bella sentada en otra mesa más al fondo, mirando a la gente que pasaba, y ella, mi amiga, sentada, leyendo. La miré detenidamente hasta que, al sentir mi inquisidora mirada, levantó la vista del libro, me miró y abrió con desmesura los ojos. Sus labios, pequeños y rosas, se abrieron un poco para decir hola y sonreír. Bajó la mirada al libro y siguió leyendo. Ahí fue cuando pensé que no todos los encuentros casuales son felices. Llegó mi café, encendí un cigarro –ahí se puede fumar, gracias a todos los dioses del Olimpo-, saqué mi libro –Gatos de muerte- y me dispuse a leer. Y ahí tienes: la amiga –que pensé que ya no era-, se levanta de su mesa, agarra sus cosas, va hacia la caja, paga y se larga. Ni un adiós, nada. Y pensé: siempre ha sido rara, para qué impresionarme o enojarme con su actitud. Abrí mi libro en la página 53 y comencé a leer. Después de un rato iba ya en la página 106, había bebido dos tazas de café y fumado cuatro cigarros. Y ándale que se aparece ella, sí, mi amiga la rara. Más sonriente, más sexy. No preguntó si podía sentarse, sólo lo hizo. “Te traje una taza para que bebas café en tu casa y dejes de venir aquí porque es mi sitio preferido y no me gustaría que me lo arruinaras todas las tardes con tu presencia. Así que, buenas tardes y adiós” Y me dejó la taza sobre la mesa. Vaya, pensé, de veras que ya no era mi amiga. Bueno, ese tipo de cosas pasan cuando una relación de noviazgo tan larga termina bruscamente. Pero, contra su petición, seguí yendo al café porque también era mi sitio preferido: ahí la había conocido, hace cuatro años. Y la seguí mirando, siempre en la misma mesa, con un libro diferente cada vez. Levantaba la mirada, decía hola y sonreía. Y esa es la historia de mi taza para el café.
Engel Islas.
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