La silla de ruedas

 

Pienso en una historia para contar y no sé por dónde comenzar. Y es que, digamos, no es lo que escribo a diario. No tiene ese toque de humor que a veces, oh tristeza, sólo yo entiendo. Ahora ya tengo un inicio y puedo escribir.

El hombre que camina por las calles no es común ante mi vista. Bueno, lo era hace un tiempo cuando lo veía caminar y decía: es sólo un hombre más cuya vida está próxima a terminar. Pero no. Una tarde, no recuerdo si era mayo o junio (a veces pierdo la noción del tiempo), lo miré, como siempre, caminar y empujar delante de sí una silla de ruedas sin nadie sentado en ella. Casi cae. Decidí ayudarlo. Me acerqué y le pregunté si necesitaba ayuda. Me miró serio, quizá un poco enojado –algunos viejos no quieren ayuda porque creen que los jóvenes los pensamos inútiles-, pero respondió sí. Caminamos dos cuadras sin hablar. Al fin dijo:

-Mi esposa, ¿sabe? Siempre salgo a pasearla. Le gusta ver las calles y fumar un cigarro. Hace tiempo ella salía sola, pero ahora no puede y yo la subo a la silla y caminamos juntos.

Todo era una especie de sueño. Su esposa nunca caminó, él la quiso siempre así, inválida. Fumaba mucho. Murió de cáncer.

-Una vez se enfermó grave, tosía mucho y casi se ahogaba. El doctor le dijo: señora, deje de fumar. Y ella, tan terca como yo, dijo que no. Y ahí la tienes, sentada en la silla, sigue fumando, desafiando a la vida. Moriremos juntos.

Ese es su sueño ahora, morir con el fantasma que pasea en la silla de ruedas, todas las tardes, todos los días del año. Y yo le ayudo a él a empujar, algunas veces, esa silla, y platico con su esposa.

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